25 LA CONSULTA > José Luis Palma Indro Montanelli en su Historia de los Griegos de-cía que las civilizaciones podían reagruparse gastronómica-mente en dos grandes categorías: las que van al aceite y las que van a la mantequilla. Es decir, la de los omega 3, 6 y 9, frente a los de las grasas saturadas. Y no le faltaba razón. Los que somos mediterráneos, herederos de la Antigua Gre-cia prolongada en el tiempo y mejorada en sus costumbres por la Romana y la Judeo-Cristiana, somos más del aceite que de la mantequilla y, a juicio del escritor y periodista ita-liano Montanelli, es mucho mejor la primera que la segunda. En el Siglo Dorado de Pericles, Temístocles y Efialtes, la dieta de los atenienses era sobria y escasa, lo que guardaba rela-ción con su excelente estado de salud, la longevidad de sus ciudadanos y la preeminencia de sus atletas. Heródoto, en su crónica sobre la batalla de Maratón, cuenta que el soldado Fedípides recorrió a toda velocidad los 42 kilómetros 195 metros para anunciar, en Atenas, la victoria de las menguadas tropas de Milcíades ante el todopodero-so ejército del persa Darío. Fedípides cayó muerto poco después de comunicar la nue-va. Su corazón no resistió el esfuerzo sobrehumano. De haber sido precavido, Fedípides hubiese entrenado gradualmente, como se hace hoy, y hubiera corrido escol-tado por aprovisionadores de agua electrolizada y abun-dante glucosa. Y nada más llegar, y antes de ceñirse la co-rona de laurel, le habrían dado masajes musculares. Eran otros tiempos. Seguramente Fedípides no tenía la hercúlea anatomía que exhiben sus nada rigurosos retratos. Las condiciones alimentarias de aquellos tiempos no daban para ello. Los atenienses comían legumbres y cereales. Lentejas, cebollas, ajos, guisantes, coles y poco más. Fruta, la que daba la tierra seca: uvas, higos, moras silvestres y algunas nueces, almen-dras y avellanas. El pescado fresco era un lujo para griegos acaudalados. La plebe se conformaba con los salazones. En alguna festividad, para honrar a sus dioses, héroes y pito-nisas, mataban alguna gallina, no sin antes guardar los hue-vos para mezclarlos con harina y miel y confeccionar unas tortas insulsas y poco apetecibles. La leche era de cabra, la bebían y también hacían un que-so que aguantaba bien sin descomponerse. Y el yogurt, su magnífico yogurt griego. Eran parcos en su yantar y hasta el mismísimo Hipócrates de Cos, uno de los grandes padres de la Medicina Clásica, se escandalizaba de que los atenien-ses pretendían comer ¡hasta dos veces al día! Ventajas Este tipo de dieta tenía sus ventajas. El consumo calórico era reducido y mantenían en su valor ideal el índice de masa corporal. El único edulcorante era la miel pero, aún así, co-nocían la diabetes (término griego, por demás) enfermedad que diagnosticaban por el sabor dulce de la orina. La ausencia de grasas en la dieta de los griegos minimizaba los valores séricos de colesterol y por tanto, la angina de pecho, el infarto y el ictus eran patologías menos frecuentes que hoy. La sal era un bien tan escaso y preciado que, de las buenas cosas se decía “que valían su peso en sal”. Evitaban la hiper-tensión, la ceguera, las enfermedades cardio-renales y las apoplejías. El vino, “néctar de los dioses”, estaba sólo al alcance de los pudientes. Los atenienses, abstemios a su pesar, evitaban el alcoholismo neurodegenerador y se preservaban de la cirrosis hepática. Esta realidad famélica fue astutamente tergiversada por Homero, un trovador ciego y muy posiblemente analfabeto que, cuatro siglos antes de la Atenas de Solón, se ganaba la vida narrando a los ricos helenos historias que había escu-chado a trovadores poco afortunados. En su Odisea relata que sus héroes desayunaban, un día sí y otro también, medio cabrito asado, para hacer frente a las adversidades. No se lo crean. Homero, del que se sospe-cha que hasta pudo no existir, fue un fabulador de cuentos irreales, cargados de tramposa imaginación para ensoña-ción de vidas heroicas. Aquellos atenienses llevaban una dieta mediterránea como la que hoy aconsejan los expertos, pero más pobre e insul-sa. Yo les recomiendo que la sigan, pero más ésta de nues-tros días que aquella de la Antigua Grecia, a pesar de que fue eficaz y sirvió para que los soldados atenienses cerraran a los persas el paso de las Termópilas y volvieran a alzarse otra vez victoriosos en Salamina, la batalla más decisiva de la Segunda Guerra. • El pescado fresco era un lujo para griegos acaudalados. La plebe se conformaba con los salazones