Por primera vez en su historia el feminismo negó la existen-cia de una feminidad innata y su intrincada conexión con la naturaleza; se desnortó, y lesionó a las mujeres a las que en un principio defendió, implantando sólidamente la idea de que, para ser una mujer moderna, es preciso liberarse del yugo de la feminidad, en especial de la maternidad, signo de represión y subordinación: la tiranía de la procreación. En la lucha por la igualdad entre los sexos, el feminismo se ha ocupado sólo de las ganancias y no de las pérdidas. La mujer ha ganado en derechos y ha perdido en identidad. Ha triunfado en lo público y se ha desestabilizado en lo privado. Está más empoderada que nunca, pero se siente víctima. Es independiente, pero no libre. Está sometida a nuevas escla-vitudes, más perversas que las de siglos pasados, como el comercio humano de los “vientres de alquiler” que transfor-ma a la madre biológica en mero contenedor de un produc-to fabricado según las exigencias de quien lo encargó. Las consecuencias de la crisis de identidad femenina son patentes: mujeres que renuncian radicalmente a la materni-dad por un ideal estéril de feminidad; mujeres que quieren tener descendencia al margen de toda relación amorosa con un varón, y condenan a los hijos a ser huérfanos de padre antes de nacer; mujeres maduras que, cuando la bio-logía ya no lo permite, desean ser madres a cualquier precio para llenar su vacío existencial y mujeres “excesivamente” madres, que renuncian al desarrollo de su parte erótico-fe-menina, hacen del hijo la “razón de su existencia” y le cargan con una deuda de gratitud eterna y con el peso de dar sen-tido a la vida de su progenitora. La mujer equilibrada La mujer equilibrada es aquella que, sin renunciar a su inelu-dible huella psico-materna (materializada o no), desarrolla su vertiente erótico-femenina[3]; que valora la masculinidad y se deja complementar por ella, sabiendo que la alteridad sexual es fundamento esencial para el equilibrio propio y de la descendencia. Esta mujer, resultado de la naturaleza y la cultura, será más libre, equilibrada y feliz, porque sólo comprendiendo nues-tra identidad -diferente y complementaria de la masculina- seremos dueñas de nuestro destino. • María Calvo Charro – Profesora Titular de Derecho Administrativo. Facultad de Derecho. Universidad Carlos III, Madrid REFERENCIAS: [1] > G. Lipovetsky, Los tiempos hipermodernos, ed. Anagrama, 2014. [2] > M. Recalcati, Las manos de la madre. Deseo, fantasmas y herencia de lo materno, ed. Anagrama, 2018 [3] > M. Ceriotti Migliarese, Erótica y materna. Un viaje al universo femenino, ed. Rialp, 2019. El adjetivo más definitorio de la sociedad hipermo-derna es el de “paradójica”[1]. El feminismo asiste a una batalla epistemológica y ética de tendencias contra-puestas y contradictorias. Cuando, después de siglos de lucha, las mujeres hemos alcanzado en los países desarro-llados una considerable igualdad con el varón, se extiende como un maleficio, la idea, implantada en ámbitos académi-cos y políticos, de que la mujer simplemente no existe, de que la identidad femenina es un invento y de que no hay feminidad ni masculinidad derivadas de la naturaleza. Todo ha sido un engaño, una construcción social diseña-da por una sociedad machista, patriarcal y heterosexual, que ahora, por fin, es desenmascarada en beneficio de la neutralidad sexual y de la libre elección de la identidad y la orientación de “género” que queda en manos de nuestra voluntad, al albur de nuestros deseos narcisistas y autorre-ferenciales, susceptibles de mutación indefinida. Un nuevo conflicto entre sexos Cuando la mujer estaba, por fin, en la sociedad occidental en una posición favorable, apoyada por el poder público y la opi-nión social, cuando se podía vislumbrar el triunfo, todo des-carriló y un nuevo discurso revanchista y al margen de toda certeza objetiva, mantiene que las mujeres somos idénticas a los hombres pero, paradójicamente, mejores y superiores. Es la semilla de un nuevo conflicto entre los sexos. En esta labor de destejer las certezas biológicas, como la alteridad sexual, ha colaborado activamente parte de la academia, que ha dejado de defender la verdad para dar prioridad a la destrucción injustificada de aportaciones ela-boradas durante siglos por nuestra civilización. El fin ha dejado de ser la erudición para ser el activismo. Defienden una fantasía disfrazada de ciencia, que más bien parece magia por la imposibilidad de algunos de sus postulados. Se ha impuesto con asombrosa rapidez, gracias a las tecno-logías, una nueva metafísica, una mutación antropológica, dogmática y acientífica, a cuyos valedores se les presume una sorprendente superioridad moral sobre aquellos que no se adhieren a la misma y que, por ello, constituyen una traba para el progreso de la humanidad. Estamos viviendo una crisis de identidad del ser humano de la que solamente saldremos mediante una reconstrucción de la idea racional del hombre. En este marco, la reflexión sobre la identidad femenina requiere una especial atención, pues la mujer es esa parte del género humano que da acce-so a la vida y tiene el poder imponente de “transformar sin retorno la faz del mundo[2]”. Ganancias y pérdidas de la Revolución Sexual En los setenta, alcanzada cierta igualdad en derechos y de-beres de las vindicaciones limitadas al ámbito público, se pasó a la exigencia de igualdad también en el ámbito repro-ductivo y biológico. La mujer renunció a su esencia feme-nina, ignorando el menoscabo que implicaría a largo plazo para su libertad y desarrollo personal.