Ha transcurrido un año de pandemia de COVID-19 y hay más de 110 millones de infectados confirmados en el mundo, 30 millones de casos en Europa y más de 3 millones en España. Ha dejado hasta el momento casi 2’5 millones de muertos, y otros muchos que, por distintas razones, no se cuentan en las listas oficiales. Desde el comienzo de la epidemia ha habido un clamor para que el mundo científico impulsase el desarrollo de vacunas eficaces frente al coronavirus y, al mismo tiempo, el mundo administrativo fuese capaz de acelerar cualquier trámite que pudiera ralentizar el proceso. Y se ha logrado lo impensable: desa-rrollar en menos de un año vacunas eficaces y producirlas a gran escala. Sólo tenemos que mirar los regis-tros de estudios clínicos en marcha (clinicaltrials.gov) para comprobar que el número de investigaciones so-bre vacunas frente a SARS-COV-2 supera los 300. Además, 15 vacunas han completado -o lo harán pronto- ensayos clínicos en fase 3. Tres han sido aprobadas ya para el uso clínico en humanos por las agencias occidentales de medicamentos y millones de seres humanos han recibido ya las primeras dosis. ¿Cómo ha sido esto posible? En primer lugar, porque los co-ronavirus capaces de causar enfermedades graves (SARS-CoV y MERS-CoV) llevan ya casi dos décadas con nosotros, por lo que se habían iniciado estudios de vacunación frente a esos agentes infecciosos. La tecnología de producción de vacunas ha experimentado también un enorme desarrollo en los últimos años. Pero todo eso no justifica el logro de haber acortado el tiempo necesario para poner en el mercado una nueva vacuna de más de 10 años a menos de uno. A mi juicio, han sido los grandes acuerdos entre las compañías tecnológicas y la administración, lo que ha permitido solapar los tiempos de ejecución de estudios en distintas fases y ga-rantizar la compra de vacunas por parte de los estados, los que han logrado el éxito del que hablamos [1]. Se han utilizado tanto plataformas clásicas (virus inactivado completo, virus atenuados, subunidades proteicas, partícu-las virus like, etc.) como plataformas de nueva generación con ácidos nucleicos (RNA o DNA), vectores virales (no replicantes y replicantes), proteínas recombinantes o células presentado-ras de antígenos[2]. Creciente reticencia De forma paralela y sorprendente se ha producido, al menos en la sociedad occidental, un movimiento creciente de reticencia sobre la eficacia de las vacunas y su seguridad. En un reciente meta-análisis sobre la aceptación por la población de la vacu-na frente a SARS-COV-2, se seleccionaron 126 estudios por su validez y calidad. El deseo de vacunarse ha caído desde más del 70% a menos del 50% de la población. La mayoría de esos estudios proceden de Estados Unidos, pero otras 31 naciones también participaron. La aceptación de vacunarse tiene una marcada variabilidad regional. Países como China y Corea tienen cifras muy eleva-das de aceptación de la vacuna, mientras otros, como Francia, tienen un 50% de población reticente. Los ‘negacionistas’ tienen múltiples determinantes reconoci-bles, incluyendo la edad, raza, grado de instrucción y hasta el partido político al que se vota. Por tanto, el nuevo reto para las autoridades sanitarias es realizar campañas de informa-ción que tengan en cuenta esos datos y permitan una mayor participación en la vacunación de toda la población[3]. Se ha logrado lo impensable: desarrollar en menos de un año vacunas eficaces y producirlas a gran escala