Guillermo Roz. Escritor. Autor, entre otras, de las novelas Sapukái, Les ruego que me odien y Tendríamos que haber venido solos quédate acá FIRMA INVITADA Mi novela Tendríamos que haber venido solos comienza con la escena de una pareja de recién casados que va camino a conocer su primera casa, en construcción. La vivienda la han conseguido gracias al sorteo de ba-rrios promocionados por el Banco Hipotecario argentino, en los años 70. Lejos de Avellaneda, todavía en el conurbano bonaerense, tienen que recorrer unos cuantos kilómetros hasta las afueras en su Fiat 600. Es enero, hace un calor insoportable, pero la ilusión de los jóvenes pue-de con todo. Es la primera casa. Es la casa propia. Ya recorrido un trecho largo de viaje, a la suegra del conductor, que va en el asiento trasero, se le ocurre preguntar: “¿Tan lejos se van a ir a vivir, chicos?”. El conductor mira a su esposa y le dice: “Tendríamos que haber venido solos”. La suegra es mi abuela. El hombre, mi padre. La mujer, mi madre. Escuché esa anécdota mil veces en las sobremesas y la convertí en el inicio de la novela. Y todo por la casa, la primera casa en construcción. El viaje hacia esa obra como el inicio de El viaje del héroe, el camino ha-cia la fundación de la leyenda familiar. En esa casa, la de mis primeros recuerdos, la de mi infancia, entre esas paredes finas, con su techo de tejas acanaladas baratas y vistas al campo lleno de vacas y oscuridades nocturnas, me crié. Y de esa casa, de la solemnidad de su sencillez, de sus persianas de lata, y de sus techos a dos aguas como si un día se esperara una nevada (en Buenos Aires nieva solo un día cada cien años), yo asumí un legado: lo más importante es tener tu casa propia, una de la que nunca te puedan echar. Por eso mis padres cuidaron con tanto cariño aquel jardín que crearon alrededor, y pintaron casi todos los años cada pared, y miraban cada rincón como si allí se hubieran encontrado lo que siempre habían buscado. La primera casa es el verdadero hogar. Muchos años después emigré de Argentina a España y tuve que hacer mi personal “Viaje del héroe”. Encontrarte en tu casa siendo emi-grante es un desafío doble: primero hay que hacer del país nuevo tu casa, segundo hay que encontrar, en tu nueva casa, una vivienda que puedas convertir en tu hogar. Tuve suerte porque, más allá de las mil vicisitudes y penas que me trajo la peregrinación por una docena de pisos de alquiler, por fin pude comprar mi casa. Y la anécdota de mi compra, ya empieza a ser la anéc-dota de las sobremesas que les cuento a mis hijos. Ahí va: Hortaleza, Madrid, colonia de pisos que, igual que en el caso de mis padres, son (antiguas) viviendas de protección oficial. El día que entré al piso en el que vivo hoy, lo primero que vi colgado en la pared de la entrada fue un mapa de la República Argentina. He vivido muchos años allí, me dijo quien me terminó por vender, es un país que amo. Miré a mi mujer, nos reímos. Como si las primeras casas nos estuvieran esperando para abrazarnos y decirnos al oído: Quedáte acá, pibe. Quedáte acá. © Thomas Canet