Azulejos L a necesidad de trazar una ruta nace de un sentido de pertenen- cia, de la importancia de delimitar un territo- rio, sí, pero también surge como una respuesta vital para asegurar la supervivencia. Muchos son los itinerarios que se han inscrito a lo largo de la historia, y con excusas bien diversas. Desde la ruta de la seda, de las especias o, incluso, del té hasta las que se definieron siguiendo el rastro del Quijote o el Cid… O la que marcaron aque- llos que decidieron peregrinar hasta la tumba de San- tiago Apóstol, por ejemplo. Hace poco más de una década, el Museo Calouste Gulbenkian (MCG) de Lisboa decidió armar una exposi- ción en torno al “valor cultural y la calidad estético-ex- presiva de un pequeño cuadrado de barro vidriado”. Y con ello, invitaba a descubrir una nueva senda, cuyo nombre figuraba precisamente en el título de la muestra: O Brilho das Cidades. A Rota do Azulejo (El esplendor de las ciudades. La ruta del azulejo). De esta forma, bus- caba convertir este “material pobre” –cuyo brillo “per- manente” concede efectos visuales que la pintura no obtiene, a causa de la “viveza de color que consigue un esmalte sobre una pasta cerámica”, como aseguraba uno de los comisarios de la exposición, João Castel-Branco Pereira, director del MCG– en “elemento unificador de la herencia arquitectónica alrededor del Mediterráneo”. Una de las obras expuestas en esta muestra, que recorría los casi 5.000 años de la historia del azulejo, llevaba la siguiente leyenda: “Italia presenta al mundo su mejor producto. Fernet–Branca”. Era la forma en la que se publicitaba en España, a finales de los años veinte del siglo pasado, un amaro digestivo que sur- gió en Milán, en 1845, gracias al herborista Bernardino La fachada de la Farmacia Juanse (en el barrio de Maravillas), en Madrid. Fotos cedidas por Alicia Platas La técnica del azulejo ejerció una notable influencia en el desarrollo del Modernismo en España